Es una estación desmerecida, que ya viene durando cuatro inviernos.
Se descompone y se aflige, no sabe cuál es su trébol.
Voló una mariposa, y nada. Hasta que se desperezó una servilleta con algún garabato, algo así como “por fin me has abandonado”. Y la normalidad volvió a su sitio. Por lo visto era necesario soltar palabras, desamarrar al vicio, batir las alas.
¿Estábamos bien? La tos aún no nos había desquiciado. Usábamos relojes y paraguas, fingíamos modestia y falsa alarma, aún nos protegíamos del sol y de la luna. Los guantes no saltaban en los charcos, ni las medias descifraban acertijos de derviches. Nos sorprendieron los sapos, quizá siempre fueron ruiseñores, pero nunca nos habíamos dado cuenta. Ciencia cierta. Tuvimos que quemar tantos manuales, jugar tantas barajas, una partida de truco y que ganasen los cronopios redondos de contentos. Pegamos afiches para denunciar nuestra derrota: éramos gente seria y honrada. Usábamos zapatos y todo. Algunos hasta encerraban a los pájaros en jaulas de pana, con la intención de dejar el cielo bien prolijo, tan quietito el cielo, no había que estropearlo. A nosotros nos bastaba con darles migas de pan para entretenerlos el mayor tiempo posible con los pies sobre la tierra, y para que dejasen en paz a las lombrices, tan sensatas las pobres, y tan sombrías. Había uno todo fucsia, que se esmeraba en comer volando, era admirable. Un almuerzo quisimos atraparlo, todavía conservamos su pluma. Nunca volvimos a ver uno así, de ese color. Sospechamos que fue ella (la pluma fucsia), o él (el pájaro fucsia) o ambos: la, el, o los, causantes de nuestra locura. Percíbase, compruébese y archívese, que decimos causantes y no culpables. Y es que la culpa es algo que hemos desterrado de nuestras vidas. Lo mismo que los monólogos, las intelectualidades, las erudiciones, y tantas cosas inútiles.
Ahora tosemos cosas amantes y amarillas. Aunque a veces escupimos, sobre todo si se nos cruza un erudito en algún tema. Pero mayormente, de tanto toser para arriba y para abajo, se nos ha descentrado la cabeza, y los pies no están más sobre la tierra. Llevamos la pluma fucsia prendida con un alfiler en nuestro corazón, con el mero fin de contagiar a todo aquel que se nos cruce en el camino, cargando un manual bajo el sobaco.